Liberté, Egalité, Fraternité

En este artículo, me gustaría contar una anécdota que se quedó grabada en mi mente. No es a mí a quien pertenece esta aventura, sino a un amigo. Y me lo narró con tanto detalle y tanta precisión que se agarró como un ancla en la cabeza, tanto como si de verdad me hubiera ocurrido a mi y no a él.

Tenía los billetes preparados en la mesita de noche, el viaje empezaba en muy pocas horas. El papeleo y negociación del viaje fue largo y muy intenso, pero tampoco nada fuera de lo normal. Planeaba un amigo, su experiencia Erasmus, y entre un sinfín de destinos, escogió la ciudad de sus sueños, y que según la miraras podía ser la ciudad del amor, la ciudad de la moda o la ciudad donde perdió la vida Lady Di. París fue el destino que más le convenció, y durante meses dialogando y firmando multitud de hojas, París estaba a la vuelta de la esquina. El ansia por conocer otro mundo le cegó, y no se atuvo a razones por irse con algún amigo a otra ciudad porque no quería otro sitio que no tuviera la Torre Eiffel de fondo. Ya en el Aeropuerto madrileño de Barajas, con su equipaje facturado y su paquete Fortuna medio gastado de la inquietud, decidió mirar hacia delante para poder volar hacia Francia, mirando así hacia otro lado para que sus padres y su hermano pequeño no lo vieran romperse. En conclusión, se iba solo a una ciudad enorme, y se fue por su propia convicción sin saber que el principio de todas las aventuras es lo peor.

Aterrizó en París sobre las 4pm. Llovía a cántaros y el viaje en avión tuvo turbulencias. Una vez en el Aeropuerto Charles de Gaulle, vio un resquicio de lo que sería su etapa en París. El estrés de la muchedumbre corriendo con las maletas en la mano de un lado hacia el otro, abrazos y besos, personas de todos los colores y lugares del mundo corriendo hacia terminales lejanas y aviones hacia Abu Dabi anunciándose con celeridad. No llamó a su madre para hacerle saber de su llegada. No habló con nadie y se dirigió automáticamente a los servicios del Aeropuerto. Se encerró y se sentó en un WC. Ahí dejó caer las lágrimas que ya se mantuvo en Barajas, y también derramó alguna que otra retenida en el avión y en el Charles de Gaulle. Pero a los pocos minutos, vio unos zapatos por debajo de la puerta que se acercaban dubitativos, y oyó como llamaba a la puerta un desconocido.

– Tout va bien? (¿va todo bien?)

El instinto del joven fue abrir la puerta y envalentonarse de nuevo. Respondió que sí, cuando en realidad todo parecía ir mal. Tuvo miedo de estar solo en una ciudad tan magna, y lo cierto es que su inicio en París fue desagradable porque desconocía que aquella ciudad fuera tan agobiante y estuviera tan colapsada. Estaba solo, y la soledad nunca pareció aterrarle, pero aquella vez le quebró por dentro. El hombre era alto y ya
entraba en los 60. El buen francés le preguntó su procedencia y al decirle éste que era español, le dijo que no se preocupara por nada. Le animó a que dejara de llorar y que no sería capaz de dejarlo solo mientras estuviera llorando, de manera que le confesó que era estudiante Erasmus recién llegado a Francia y estaba en una situación de bloqueo. El señor le intentó calmar alegando que era taxista jubilado y le propuso llevarle hasta su piso de alquiler sin nada a cambio. Se conocía París más que el Jorobado de Notre Dame e intentó hacerle ver que era lo suficientemente bueno para que el joven se fiara de él. Tras varias negativas, éste cedió y dejó ayudarse por aquel hombre.

Ya en el coche, intentó conversar con el chico en la medida de lo posible por la diferencia idiomática, pero solo pudo comprender que aquel ex-taxista de París adoraba a Dios y a Notre Dame, en cambio, le pareció entender que renunció hace muchos años al acto de rezar, cosa que le pareció chocante. Llegó a su piso cerca de la Universidad Sorbonne de París, y el trayecto sirvió de ansiolítico para el chico, cuyo primer contacto con París fue en el coche de un desconocido. Vio las primeras calles, la Torre Eiffel de lejos y la Îlle de France con su Notre Dame, y también pasó por la Iglesia de Saint Julien hasta llegar a su piso en Rue Saint-Jacques. Se calmó y llegó a su vivienda, pero no sin antes darle las gracias. Pero la cosa no acabó ahí, el buen hombre, con su buena intención, decidió darle un papel con su número de teléfono y le dijo que si se volvía a sentirse perdido y solo en París, que le volviera a llamar, que estaría dispuesto a volverle a ayudar. Fue una pena, porque la experiencia Erasmus empezó después de ese trayecto en coche, pues acto seguido empezó a conocer a gente, hizo amigos, fue a fiestas de estudiantes, bebió a las orillas del río Sena, invitó a cenar a varias chicas y vio los auténticos cabaret de Moulin Rouge. Vivió de la manera más dorada su estancia de 6 meses en la capital gala.

Todo acaba, y el viaje a París terminó con un buen sabor de boca para el joven. De manera que 6 meses después, volvió al Aeropuerto Charles de Gaulle para volver a España, y fue cuando acudió al servicio el momento que recordó a Pierre, el hombre que le llevó a su domicilio 6 meses antes. Recordó la chaqueta que tenía puesta en aquel momento y abrió la maleta en el cuarto de baño. Buscando entre la maleta, vio la chaqueta roja y rebuscó en los bolsillos aquel trozo de papel que indicaba el número de teléfono de Pierre. Lo guardó y ya en el avión le escribió un mensaje telefónico identificándose y diciéndole que era aquel chico al que ayudó a principios de octubre, y le contó sus anécdotas en París, sus romances, sus fiestas por el Distrito Bohemio y sus calificaciones en la universidad. Le dio las gracias porque sin él, no hubiera sido capaz de haber salido de aquel servicio. Recibió respuesta a las pocas horas, y el hombre le contestó con una frase que le sirvió para poner punto y final a su etapa parisina: Liberté, Egalité et… Fraternité.

Por eso, hoy quiero rendir homenaje a todos esos Pierre, a todas aquellas personas solidarias que ayudan, sin importarles las apariencias, los colores, los tatuajes en la muñeca o los piercing en la nariz. Porque se necesitan muchos Pierre, y no solo en París, sino en todo el mundo ya que Pierre, quizá no vio a un joven con un tatuaje o con un pendiente en la oreja, tal vez solo vio a un joven llorar. Y quizá, el chico no vio un hombre del cual desconfiar, tal vez solo vio un hombre que quería ayudar, porque como Pierre dijo aquel 3 de octubre mientras llevaba a un adolescente español en su coche: las manos que ayudan son más nobles que los labios que rezan.

Por Roberto Cortés Bermejo

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