El independentismo catalán | Fin de semana de desconexión en Calella de Mar. Logro mi objetivo con todo menos con lo que me interesa, aunque para ser sincero, en realidad tampoco lo deseaba. Abandono la lectura del panfletario libro de cierto político europeo cuando llevaba, Dios es grande, tres cuartas partes de las páginas leídas. Había previsto la situación y llevo conmigo «El Quijote» para cumplir aquello que comenta tan a menudo el gran Guillermo Serés, docto profesor de Literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona, de que hay que leerlo una vez al año.
Vieja normalidad en la playa
Domingo por la mañana. Bajo a pie hasta el mar desde la suburbial linde entre la ciudad y Pineda de Mar. Mantendré un escrupuloso respeto a la corrección política en este artículo y no comentaré nada en referencia a ello. En la bulliciosa playa (para muchos, quizá yo el primero, lo de la nueva normalidad es como el Monstruo del Lago Ness, o sea, una leyenda) extiendo la toalla entre la espada y la pared: delante, una familia que por el número de hijos debía ser del Opus; detrás, dos adolescentes con Gucci Mane a toda pastilla. Y aún faltaba la insoportable música del independentismo catalán. Yo solo quería bañarme y tomar un poco el sol, no practicar el sadomasoquismo auditivo.
Una familia enmudece ante el español
Cualquier propósito de leer se pierde en la imposibilidad para concentrarme. Me distraigo, en consecuencia, espiando la conversación de mis vecinos. Una de las integrantes de la numerosa prole de la familia de delante se acerca a otra que queda a nuestra derecha. «¿Perdone, tiene hora?». El pater familias responde en la lengua de Ramon Llull. La niña contesta que no lo entiende, “que no es de aquí”. Con extremas dificultades plasmadas en la gesticulación bucal propia de un tenor, el señor en cuestión responde de nuevo, con evidente cara de desagrado, en la misma lengua en la que la niña ha realizado la pregunta. Tras la marcha de esta, la familia que roza el monolingüismo mantiene un incómodo silencio de velatorio durante varios segundos. ¿Cómo les puede resultar tan dramático que una niña que no sabe hablar catalán no lo hable?
Algo que aprender de los fanáticos
Tiro (recojo) la toalla en mi intención de relajarme y vuelvo para el apartamento. Ensombrecen mi camino el cúmulo de estelades que cuelgan de los balcones. En los momentos de máxima tensión vividos hace tres años se veía, también, alguna rojigualda solitaria. Nuestra persistencia jamás estará a la par de la suya, puesto que no contamos, en general, con el eficiente combustible del fanatismo. Asomo de resignación en mi mente que solvento, sin grandes dificultades, recordando que nos encontramos en el lado correcto de la historia.
Independentismo catalán a gritos
Al llegar a casa el vecino, simpatiquísimo en todo excepto en lo político, mantiene una acalorada discusión telefónica, aunque confunde el móvil con un megáfono. Me resulta imposible no escuchar el repetido uso de la construcción “presos políticos”. El mundo ha optado por joderme, menos mal que me siento envuelto en un inusitado optimismo vital y no me afecta demasiado. Cojo los cascos y la tablet y me refugio en las inigualables letras de Sabina. Permítanme adoptar la mirada irónica de Gil de Biedma para parodiar a cierto gran poeta sevillano: “podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas”. Incluso a pesar de las múltiples manifestaciones del cansino independentismo catalán.